El 8 de marzo ha servido un año más para reflexionar acerca de las desigualdades y discriminaciones que sufre la mujer en relación con el hombre. Ha servido, en un peldaño más en esta larga escalera, para ayudar en la toma de conciencia de este problema y, cómo no, para reivindicar y estimular la lucha por el avance en el largo y tortuoso camino hacia la igualdad en derechos y oportunidades de las mujeres. Aunque, como bien sabemos, todo esto no debería quedar reducido a ese día, sino que debe ser un combate diario para corregir las graves desigualdades existentes.
Es una desigualdad que adquiere múltiples formas. Dentro de cada país se producen diferencias económicas entre las distintas clases sociales y regiones. Se dan también desigualdades entre razas y etnias. Pero una de las más importantes es la que se produce entre hombres y mujeres y las diferentes oportunidades que tienen ante sí. Esta desigualdad atraviesa todas las clases sociales y países y, además, se agrava en las clases menos favorecidas económicamente y en los países subdesarrollados. La razón es clara: en estos casos, la mujer se ve abocada a sufrir unas condiciones de vida de menor calidad, situación que es reforzada por la desigualdad de oportunidades ante el sexo masculino.
La desigualdad de género es una de las más graves que se pueden encontrar en el mundo actual. En los paises desarrollados, aunque no en todos, se han ido dando en los últimos tiempos avances hacia una mayor igualdad de derechos y oportunidades entre hombres y mujeres. Sin embargo, no hay ningún país del mundo en el que las mujeres dispongan de las mismas oportunidades que los hombres. La igualdad, en ocasiones, se ha conseguido en términos jurídicos, pero no reales. De modo que las mujeres ocupan menos cargos de responsabilidad, tanto en la política como en la economía, reciben salarios inferiores a los hombres en trabajos similares, les afecta en mayor medida el desempleo y cargan con la mayor parte del trabajo doméstico. La tasa de participación de la mujer en el mercado laboral es inferior a la del hombre en todos los países, aunque también existen notables diferencias.
En los países subdesarrollados, por lo general, aunque esto depende de comportamientos religiosos, existe una gran discriminación de la mujer, hasta el punto de que hay países en los que no tiene acceso a la educación básica. En consecuencia, el analfabetismo afecta más a las mujeres y cuando saben leer o escribir padecen otras carencias educativas que las condenan a la realización de trabajos mal retribuidos y a la economía informal en bastantes casos. No disponen, de capacidad jurídica y cualquier acto, ya sea casamiento, compra o venta, tiene que contar con la autorización del marido, padre o hermano mayor. Muchos puestos de la sociedad los tienen vetados. La mujer queda relegada a las tareas domésticas o a trabajos sin cualificar, que requieren muchas horas de trabajo y poco sueldo.
La pobreza afecta en bastante mayor proporción a las mujeres, que son as que soportan las cargas del hogar y la crianza de los hijos, que suelen constituir una prole en general numerosa.
La desigualdad de género parece adolecer de unas condiciones intrínsecas, pues como señala con acierto Lourdes Benería en su extraordinario libro Género, Desarrollo y Globalización, "desde una perspectiva feminista, el capitalismo no es el único orden subyacente que debe preocuparnos. Las formas patriarcales, la desigualdad de género y la opresión de las mujeres pueden estar ligadas a diferentes formas de las instituciones capitalistas, pero también existen en otras formaciones económicas y sociales".
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